Carta al Director

Entre el estetoscopio y el silencio: el papel emocional de la médica de familia

Palenzuela Paniagua SMª

Doctora en medicina. Especialista en MFyC. Atención Primaria. Centro de Salud de Otero. Ceuta

Recibido el 24-07-2025; aceptado para publicación el 28-07-2025.

Sr. Director:

En una reciente conversación con compañeras médicas de familia y residentes, una de ellas expresó con cierta frustración, refiriéndose a nuestra práctica clínica diaria: “¡Pero es que yo no soy psicóloga!». Esta frase, tan sencilla como reveladora, encierra una de las tensiones más frecuentes y complejas que vivimos los profesionales de la medicina de familia: la constante exposición al sufrimiento emocional de los pacientes y la necesidad de atenderlo.

Lo psicológico forma parte inseparable de lo que hacemos cada día. Porque, aunque nuestro título diga “especialista en Medicina de Familia y Comunitaria”, lo cierto es que escuchamos a quienes lloran, a quienes no pueden dormir, a quienes viven con miedo, con duelo, con ansiedad o soledad. Atendemos la parte orgánica y también historias, emociones, vínculos rotos, cansancios invisibles. Y eso no es una excepción: es parte esencial de nuestro trabajo. La medicina de familia no puede desligarse del sufrimiento psíquico, porque nace del encuentro con la persona en su totalidad. Por eso, es inevitable —y necesario— que asumamos un papel central en su abordaje.

La medicina de familia es, por definición, integral. Nos ocupamos del cuerpo, sí, pero también del contexto en que ese cuerpo vive: la familia, el trabajo, las pérdidas, las relaciones. Las emociones no están separadas de la salud física, y eso lo vemos a diario. Un dolor abdominal recurrente que no mejora con tratamiento puede tener origen en la ansiedad; un insomnio rebelde es, muchas veces, el reflejo de un duelo no elaborado; una cefalea o un dolor en el pecho que lo que realmente necesitaba era ser escuchado…

No se trata de invadir competencias, ni de pretender ser lo que no somos. No somos psicólogos ni psiquiatras, y debemos ser conscientes de nuestras limitaciones. Pero también sería un error pensar que el malestar emocional queda fuera de nuestro campo. Nuestro conocimiento del paciente, de su historia de vida, de su contexto familiar y laboral nos da una ventaja clínica inigualable. Somos, muchas veces, el primer y único contacto que el paciente tiene con el sistema de salud. En muchos casos, hablar con su médica de familia es lo más cercano que tendrá a una consulta psicológica. A menudo, somos la primera (y única) persona con la que el paciente habla de su tristeza, ansiedad o desesperanza. En nuestra consulta están en un lugar seguro donde su malestar importa, donde no están solos. Porque en el fondo, ser médica de familia es, muchas veces, ser ese puente invisible entre el cuerpo y el alma.

En este contexto, la empatía, la escucha activa y la capacidad de sostener el malestar son herramientas clínicas tan importantes como un estetoscopio. Saber cuándo contener y cuándo derivar. Distinguir entre un mal momento y un trastorno que necesita intervención especializada es un arte que no se enseña en la facultad, pero que se aprende con la práctica, la humildad y la sensibilidad.

Sin embargo, debemos reconocer cómo la sobrecarga asistencial afecta esta parte de nuestro rol. Las agendas colapsadas, las consultas de cinco minutos, y el exceso de demandas administrativas dificultan crear ese espacio humano y terapéutico que nuestros pacientes necesitan. En medio de esa presión, es fácil caer en la tentación de “medicalizar” el sufrimiento: ansiolíticos para la angustia, hipnóticos para el insomnio, antidepresivos para la tristeza. Y aunque los fármacos tienen su lugar, muchas veces no son la respuesta más adecuada. Necesitamos más formación en salud mental dentro de la medicina de familia. Pero, sobre todo, necesitamos tiempo. Tiempo para escuchar, para acompañar, para preguntar «¿qué está pasando en tu vida?» en lugar de solo revisar la receta.

«Yo no soy psicóloga», decía aquella compañera, pero quizás debamos reformular la frase: “Yo soy médica de familia, y por eso también cuido de la salud emocional de mis pacientes”. El objetivo no es asumir competencias propias del psicólogo clínico, sino integrar en nuestra práctica la capacidad de escucha, validación emocional, identificación de signos de alarma y orientación terapéutica adecuada. No se trata de hacer psicoterapia, sino de humanizar la medicina. No se trata de sustituir a otros profesionales, sino de asumir con responsabilidad y empatía el lugar que nos corresponde en el sistema sanitario. La medicina de familia no puede ni debe renunciar a su dimensión emocional. Y para ello, necesitamos formación, recursos, tiempo y cuidado. Porque solo cuidando al cuidador, podremos seguir acompañando con dignidad el sufrimiento humano que entra cada día por la puerta de nuestra consulta.