SIN BIBLIOGRAFIA

Un nuevo factor de riesgo: lugar de residencia

Mengíbar Cabrerizo P

MIR de Medicina Familiar y Comunitaria. CS El Valle. Jaén

Recibido el 27-07-2025; aceptado para publicación el 03-10-2025.

En el lenguaje clínico, los factores de riesgo son variables que aumentan la probabilidad de padecer una enfermedad o de que esta evolucione negativamente. Aprendemos a identificarlos desde la formación universitaria: el tabaco, la hipertensión, el colesterol, la diabetes, la genética… forman parte del conocimiento esencial de cualquier profesional sanitario.

Sin embargo, hay un factor que no se enseña en la facultad, ni aparece en protocolos y manuales, pero cuya influencia puede ser tan determinante como los anteriores: el lugar de residencia.

Es una realidad que solo se comprende plenamente con el ejercicio profesional, cuando uno empieza a ver cómo las mismas enfermedades evolucionan de forma distinta dependiendo de dónde vive el paciente, cuánto tarda en ser atendido, qué recursos tiene a su alcance y cuántos kilómetros debe recorrer para recibir la atención que necesita.

Este determinante silencioso, no clínico, pero profundamente sanitario, condiciona accesos, tiempos, seguimientos y, en definitiva, pronósticos. Y, sin embargo, sigue sin ocupar el lugar que merece en la conversación sobre la equidad en salud.

A continuación, se describen dos historias reales que muestran con claridad cómo el lugar de residencia puede alterar por completo el recorrido diagnóstico y terapéutico de un paciente, incluso cuando se parte de los mismos principios de equidad y cobertura universal. Los casos clínicos que se van a describir, no pertenecen a contextos excepcionales, son situaciones vividas en zonas rurales y de transformación social dentro de nuestro propio sistema sanitario (Andalucía, España).


Caso 1: Nueve meses sin diagnóstico ante una anemia persistente y sangre oculta positiva.

En diciembre de 2024, una mujer de 68 años acude a su médico de familia por melenas y malestar general. Semanas antes había sido derivada por teleconsulta al servicio de Aparato Digestivo por una prueba de sangre oculta en heces que resultó positiva.

Ante la clínica actual, su médico solicita una analítica que revela una caída de tres puntos en la hemoglobina en menos de un mes, por lo que decide derivarla a urgencias hospitalarias para valoración. Se ingresa en el servicio de Medicina Interna, durante el ingreso se le realiza una colonoscopia y un TAC abdominal que evidencian una lesión submucosa gástrica.

Se solicita entonces una ecoendoscopia en un hospital de segundo nivel, que no se realiza hasta dos meses más tarde. Durante ese periodo, la paciente sigue amenizándose, siendo necesario transfundirla. La ecoendoscopia no consigue visualizar la lesión descrita en el TAC.

Aun así, se programa una revisión preferente en la consulta externa de Aparato Digestivo de su hospital comarcal de referencia, siendo citada cuatro meses después. Tras esa revisión, se vuelve a derivar al hospital de segundo nivel para la realización de una cápsula endoscópica. Esta prueba se lleva a cabo un mes más tarde, sin hallazgos concluyentes. Se le cita nuevamente para reevaluación.

Han pasado casi nueve meses desde el inicio del proceso, y la paciente sigue sin diagnóstico claro ni tratamiento específico, con una anemia recurrente que deteriora progresivamente su calidad de vida.

Durante ese tiempo, la paciente ha consultado hasta en 14 ocasiones a su médico de familia, quien ha realizado controles analíticos periódicos. La hemoglobina se ha mantenido inestable, rozando niveles transfusionales. La teleconsulta inicial, que dio origen al proceso, nunca fue respondida, pese a haber sido reclamada varios meses después.


Caso 2: Melanoma metastásico en una paciente joven, una carrera perdida contra el tiempo.

En junio de 2024, una mujer de 32 años consulta en Atención Primaria por una lesión dérmica sospechosa en el abdomen. Su médico la deriva con carácter preferente, como proceso de piel, al servicio de Dermatología. Sin embargo, debido a la merma crónica de especialistas en su hospital comarcal, es redirigida a un hospital de alta resolución perteneciente a la misma área sanitaria.

Aunque se trataba de una demanda preferente y por proceso, la cita no se hace efectiva hasta un mes más tarde. A pesar de ello, la paciente no es citada presencialmente hasta siete meses después, en enero de 2025. En esa consulta, es valorada e incluida en lista de espera quirúrgica. Diez días después se le extirpa la lesión.

El resultado es concluyente: melanoma. Se solicita, con carácter preferente, un PET-TAC previo a la revisión dermatológica, programada para un mes después. Sin embargo, la prueba es cancelada y se reprograma un mes más tarde. El estudio ya muestra focos metastásicos en diversas localizaciones.

Ante estos hallazgos, la paciente es derivada a dos centros hospitalarios distintos: uno de tercer nivel para seguimiento especializado en Dermatología y otro de segundo nivel para valoración en Oncología Médica. En ambos servicios, la paciente es citada un mes después de la revisión anterior. Se inicia en ese momento tratamiento con inmunoterapia.

A principios de julio de 2025, un nuevo PET-TAC revela que las metástasis se han extendido a varios órganos, con sospecha de recidiva en la zona quirúrgica. Solo en ese momento se solicita un marcador tumoral de la lesión extirpada seis meses antes para optimizar el tratamiento.

En apenas un año, una paciente joven ha pasado de tener una lesión potencialmente curable a un melanoma metastásico, con respuesta insuficiente al tratamiento y sin acceso a una medicina personalizada desde el inicio.


Un factor de riesgo que no aparece en la historia clínica

Ambos casos, aunque distintos en edad, patología y evolución, comparten un mismo denominador: la demora estructural e injustificada en el proceso asistencial. Ninguna de estas situaciones se habría desarrollado igual si los pacientes hubieran vivido en zonas mejor conectadas, con hospitales dotados de personal suficiente, con circuitos claros y tiempos ajustados a la necesidad clínica.

El problema no es puntual. Son síntomas de un sistema tensionado, donde la equidad se degrada cuando las condiciones geográficas y la distribución de recursos no acompaña. En zonas rurales, de transformación social o con servicios limitados, los circuitos de derivación se alargan, las consultas se dilatan, las pruebas se retrasan y los diagnósticos llegan tarde. La universalidad real de la asistencia se desvanece en los márgenes.

Conclusión

Este artículo no busca señalar culpables ni es una crítica individual. Es un reflejo de algo más profundo y estructural: la desigualdad en el acceso al sistema sanitario público en función del territorio.

Los casos presentados son solo dos ejemplos, pero detrás de ellos hay cientos, miles de personas que viven procesos similares. Procesos marcados por la espera, la fragmentación asistencial y la sensación de estar demasiado lejos de donde las decisiones se toman y los recursos se concentran.

Todos los ciudadanos tienen derecho a una atención sanitaria digna, oportuna y adecuada, con independencia del lugar donde residan. Este principio, que debería ser incuestionable, está lejos de cumplirse en la práctica. Mientras en algunas zonas se impulsan grandes inversiones, macroestructuras, tecnología de última generación y duplicación de servicios, otras zonas siguen desprovistas de lo esencial: médicos, continuidad, circuitos asistenciales fluidos y tiempos razonables.

La equidad en salud no significa tratar a todos por igual, sino garantizar que cada persona tenga lo que necesita en el momento en que lo precise, esté donde esté.

Invertir en zonas de transformación sociales, rurales o periféricas no es una concesión, ni un gesto político: es una responsabilidad del sistema. Porque sin accesibilidad real, sin tiempos clínicamente seguros y sin garantías de continuidad asistencial, la universalidad de nuestro sistema sanitario queda en entredicho.

Las personas que eligen quedarse en sus pueblos, en sus ciudades pequeñas, en sus comunidades de origen, no deben ser penalizadas por ello. No deberían tener que desplazarse decenas o cientos de kilómetros por una consulta, una prueba o un tratamiento. La salud no puede depender de la distancia, ni la atención médica de la densidad poblacional.

La equidad en salud solo será real cuando el código postal deje de ser un condicionante clínico. Mientras eso no cambie, el lugar de residencia seguirá siendo uno de los factores de riesgo más injustos, invisibles y evitables de nuestro sistema sanitario.